
«Los fundamentos de un desarrollo infantil sin límites. TMPI, una fisioterapia que lo haga posible»

«Los fundamentos de un desarrollo infantil sin límites. TMPI, una fisioterapia que lo haga posible»
Dentro de la Semana Mundial de la Reflexología (18 al 24 de septiembre de 2017)
El bebé recién nacido y el cuerpo de la madre. Nada hay más importante para el niño que hallarse pegado al cuerpo materno después de haber habitado dentro del mismo.
El martes asistí a un seminario con el doctor Nils Bergman, experto en neurociencia perinatal. Fue en Erandio, en el centro Maternaly.
Aprovecho para dejaros una foto que tuve la suerte de tomar con Nils Bergman, ¡todo un orgullo!
Y un vídeo en el que habla brevemente de la importancia del momento del nacimiento y de que el bebé recién nacido pueda estar con su madre. En el vídeo también participan Ibone Olza y Carmela Baeza. Son poquitos minutos con un gran contenido:
Si quieres formarte en todo lo relacionado con el desarrollo del niño en su gestación, nacimiento y primer año de vida, infórmate del curso del Método BEBÉ Y YO👶
De una manera lógica, sencilla y muy cercana, nos comunicó importantes ideas sobre la salud de los niños y sobre la nuestra propia. La clave de su exposición fue la idea de que prácticamente todos los problemas neurológicos (y aquí se incluyen parálisis, esclerosis, párkinson, epilepsia, demencia, TDAH, autismo…) se deben a una causa de tipo medioambiental.
Y que, mientras la sociedad y los profesionales sigan creyendo erróneamente que estos trastornos tienen un origen genético o psicológico, la terapéutica será siempre más débil que la causa de dichos trastornos. Esto será así mientras el paciente no cambie las condiciones medioambientales en las que vive (lo que come, lo que respira, los medicamentos o productos químicos que ingiere, el ejercicio que realiza, etc.).
Fatima Amezkua, responsable de comunicación de la Asociación Laztana, julio 2016
Un diamante en bruto no parece gran cosa a simple vista. Solo quienes los conocen bien saben reconocerlos, valorarlos y transformarlos en algo hermoso y muy valioso. El caso que voy a relatar es precisamente la historia de uno de esos diamantes, una historia de lucha y superación, de valor y constancia con final feliz.
Lucía (nombre ficticio) fue un bebe aparentemente normal. Hacia el año de edad pasó de arrastrarse sentada a empezar a caminar, nunca gateó. Pronto empezó a mostrar reacciones exageradas frente a la frustración o frente a cualquier cambio en su entorno que escapara de su control. Entre los 2 y los 5 años cualquier hecho inesperado que la contrariase desataba una rabieta extrema que podía durar hasta 2 horas. Nunca era por un capricho sino algo externo que la desconcertaba y perdía el control hasta el punto de volverse agresiva con sus propios padres. Cuando el berrinche terminaba se sentía mal y no comprendía porque se había comportado así con quien más quería.
Otras cosas que llamaron la atención de sus padres es que no parecía sentir dolor ni tampoco frío o calor, o al menos no en el grado que sería de esperar. No se le daban bien los juegos de pelota, pero patinaba muy bien y andaba en bici. Tenía problemas de pronunciación por lo que estuvo yendo al logopeda de los 5 a los 7 años sin lograr avances significativos. En infantil no conseguía aprender el nombre de los niños y niñas de su clase, le costó mucho asociar cada color con el nombre que lo designa (azul, rojo, verde…), escribía letras y números en espejo, pero… cada niño tiene su ritmo decía su profesora.
Todo el que la conocía decía que era una niña muy lista y resuelta, sin embargo, al empezar la Primaria llegaron los problemas en el cole. Ya en primer y segundo curso parecía no rendir lo suficiente, le costaba muchísimo la lecto-escritura aunque tenía buena comprensión lectora, no conseguía identificar fonema y grafema, cometía omisiones, sustituciones, inversiones, escritura en espejo incluso copiando un texto…
Le costó mucho aprender el nombre de los números (no así su manejo conceptual), no conseguía aprender series como los días de la semana o los meses, ni tampoco su fecha de cumpleaños, teléfono de casa, etc. Se distraía frecuentemente y parecía estar atenta a todo a la vez, pero sin concentrarse en nada. Con 8 años aún no se ubicaba en el tiempo, no sabía en qué momento del día estaba, palabras como “mañana, el próximo martes, o ayer” no eran significativas para ella. La profesora consideraba que era vaga y no se esforzaba.
Sus padres, sin embargo, la conocían bien. Sabían de su curiosidad constante acerca del mundo que le rodeaba, sus libros favoritos -que leían para ella- trataban sobre el porqué de las cosas, sobre las ciencias de la naturaleza, le encantaba aprender cosas, observar, desmontar mecanismos, comprender cómo funcionaban y volverlos a montar, creaba pequeños artilugios que inventaba con materiales de reciclaje, dibujaba muy bien para su edad y tenía una enorme creatividad. No es el perfil de una niña “vaga”, es más, no creo que a esa edad haya niños o niñas vagos porque en su naturaleza está aprender y disfrutar haciéndolo. Y no me refiero solo a los aprendizajes escolares sino también a aprender a controlar sus emociones, su comportamiento, su forma de relacionarse con los demás, etc. Pero para eso deben disponer de un cerebro y sistema nervioso suficientemente maduro y desarrollado como para poder responder a los retos que la escuela y la vida les presentan.
Por otra parte, Lucía era cada vez más consciente de su lentitud para hacer cualquier ejercicio en clase, su torpeza al leer (saltaba de línea, leía palabras de atrás a adelante, inventaba el final de las palabras…), los deberes eran una tortura, no conseguía memorizar las tablas de multiplicar… y algunos de sus compañeros empezaron a tildarla de “tonta” cosa que llegó a creerse. Su autoestima se vino abajo y sus padres luchaban día a día por sacarle una sonrisa e intentar que al menos en casa se sintiese segura y valorada.
A los 8 años llevaron a Lucía a un centro para que le hiciesen un reconocimiento lo más integral posible para detectar qué problemas tenía y cómo podían ayudarla. Cuando llegó el primer diagnóstico se sintieron desbordados: gran déficit de atención con alta impulsividad, dislexia fonético-fonológica, problemas con la memoria de trabajo, muy baja velocidad de procesamiento mental, lateralidad cruzada ojo-mano, problemas de discriminación auditiva con hiperacusia en unas frecuencias e hipoacusia en otras (resultó que no pronunciaba bien no por problemas de articulación sino porque no distinguía auditivamente algunos fonemas), agudeza visual normal pero con muchos problemas de visión (de convergencia, acomodación, visión binocular ineficaz, problemas con los movimientos sacádicos y de re-seguimiento, …), también tenía problemas de coordinación motora y de integración sensorial, así como un alto grado de ansiedad y baja autoestima.
Complementando el estudio con otra especialista se detectó también que tenía todos los reflejos primitivos sin integrar y muy activos[1] lo que impedía la correcta maduración de muchas áreas de su cerebro y la adecuada conexión entre las mismas (cerebelo, ganglios basales, sistema límbico, córtex prefrontal). Por otro lado, otra doctora especializada en déficit de atención y trastornos de la lateralidad, diagnosticó que su cerebro se encontraba aun en una etapa pre-lateral del desarrollo funcionado como homolateral alternante, no tenía desarrollado del patrón contralateral y la actividad de su cuerpo calloso era escasa, sus hemisferios cerebrales no se comunicaban adecuadamente. Había mucho sobre lo que trabajar. La buena noticia es que todo era consecuencia de un solo problema: un desarrollo incorrecto del sistema neuro-senso-psico-motriz y, afortunadamente, existen terapias de estimulación neurológica que, junto con algunos tratamientos biológicos, corrigen o minimizan estos problemas sin hacer uso de fármacos. Se requiere constancia y disciplina, pero los resultados merecen la pena.
Muchos niños y niñas afrontan diariamente sus vidas con este tipo de “mochila” a cuestas y la mayoría ni si quiera están diagnosticados. Hay múltiples causas que pueden provocar alteraciones en el desarrollo neurológico infantil. Se sabe, por ejemplo, que los niños adoptados tienen una mayor probabilidad de sufrirlas -aunque no siempre sea así- como consecuencia de las carencias físicas y emocionales, falta de estímulos sensoriales y motrices o por intoxicaciones de sustancias que pasan al bebe desde la madre biológica vía placenta (metales pesados, alcohol, drogas, radiaciones…).
En el caso de otros niños, los problemas pueden deberse a que no haya hecho el suficiente ejercicio de suelo para lograr una buena maduración cerebral, o que su cuerpo no sea capaz de eliminar correctamente los cientos de tóxicos a los que estamos expuestos, o consecuencia de alguna infección vírica durante el embarazo. Otras veces la causa es desconocida. En cualquier caso, los problemas que se originan son muy semejantes y sólo tratando su causa (y no solo los síntomas que provoca) podremos ayudar a estas criaturas y sus familias a superar sus problemas y brindarles las oportunidades que merecen.
En esta situación, contar con la ayuda de alguna asociación especializada que sirva de guía en el proceso es fundamental para sentirse acompañado y respaldado por la experiencia de otras familias. En palabras de la familia de Lucía, “el apoyo y orientación que nos ha brindado la asociación Laztana[2] durante estos años ha sido fundamental para recorrer este camino, para comprender a nuestra hija y saber ayudarla. Siempre le estaremos agradecidos y por eso prestamos este testimonio para poner un poco de luz y esperanza en tantas familias que seguro están pasando por situaciones similares. Queremos compartir nuestra alegría y contribuir a dar a conocer estas terapias tan eficaces para superar este tipo de problemas y ofrecer a nuestros hijos e hijas una vida mejor y más feliz”.
Volviendo al caso de Lucía, la mayor parte de las terapias que realizó fueron en paralelo con los cursos de 3º y 4º de Primaria que resultaron duros y con unos resultados escolares muy ajustados. Como relata la familia, fueron años agotadores con casi una hora de trabajo diario en casa para aplicar las distintas terapias, más el colegio y los deberes que seguían ocupando mucho tiempo y esfuerzo.
A lo largo de poco más de dos años realizó las siguientes terapias: ejercicios diarios de reorganización neurológica para integrar el patrón contra-lateral, lograr la sincronización de sus hemisferios cerebrales incrementando la actividad de su cuerpo calloso y mejorar su lateralidad (diario, 2 años); terapia BRMT o TMR[3] de integración de reflejos primitivos (diario, 2 años); terapia visual[4] (diario, 8 meses); terapia reeducación auditiva Berard[5] (2 sesiones de 15 días cada una, una al inicio y otra año y medio después); terapia psicológica (1 sesión semanal durante año y medio). Aproximadamente a los 8 meses de iniciar las terapias se le aconsejó empezar una dieta libre de gluten y caseína lo que mejoró sustancialmente el rendimiento de las otras terapias.
Tras unos 6 u 8 meses de trabajo empezaron a notarse los resultados. La niña estaba mucho más relajada y con mayor capacidad de atención, su nivel lector también mejoró mucho. Al año de iniciar las terapias se le diagnosticó también una intoxicación severa por metales pesados (mercurio, plomo, cadmio, aluminio y plata) que su cuerpo no era capaz de eliminar y que afectaban a su funcionamiento neurológico. Inició un tratamiento con quelantes para ir eliminando progresivamente esos metales de su cuerpo junto con suplementos de vitaminas y minerales de los que tenía carencias.
Después de dos años de terapias era otra niña en todos los sentidos, o más bien, era la niña que siempre estuvo ahí pero que no podía florecer. Las terapias acabaron en el primer trimestre de quinto curso de Primaria y, después de haber terminado, la niña continuó mejorando pues el proceso de maduración cerebral ya estaba desencadenado y sin trabas, caminaba por sí solo. Terminó el curso con todo notables y algún sobresaliente, siendo una de las niñas más atentas, trabajadoras e incluso rápidas de la clase para sorpresa del profesorado que dos años atrás no hubiera creído posible esta evolución.
Sigue siendo disléxica pero incluso muchos síntomas que Lucía tenía, que se asocian a la dislexia y que hacen de ésta una condición aún más compleja, desaparecieron. La dislexia es también un don y, posiblemente gracias a ella, Lucía tiene una creatividad impresionante, alta capacidad de visión espacial, gran habilidad para resolver problemas analizando la situación desde diferentes ángulos de una forma integral, es capaz de ver lo que a otros se nos pasa por alto, tiene grandes dotes artísticas y un futuro prometedor.
Lucia es una niña responsable y trabajadora y ha aprendido una lección más valiosa para la vida que cualquiera de las que aparecen en los libros de texto. Lucía sabe lo que significa el esfuerzo y sabe valorar lo que ha logrado. Es una niña feliz que a menudo grita “¡Soy la mejor!” y tiene razón. Llegará donde se proponga porque alguien creyó en ella y supo descubrir ese diamante en bruto y encontrar a quienes podían enseñarles las herramientas para pulirlo y dejarla, por fin, brillar.
Cuántas veces nos hemos planteado por qué un niño es más tímido, más miedoso, más torpe que sus hermanos o que sus compañeros de colegio. Tendemos a explicarlo con la idea de que “le tocó” esa combinación de genes que nos hace ser como somos. Y lo justificamos deciendo: “es su carácter”.
Pero esta teoría está quedando de lo más obsoleta y es hora de que cambiemos los conceptos que tenemos sobre cómo se produce el desarrollo de la personalidad de un niño.
Hasta hace muy poco era la genética la que daba respuesta a todas estas cuestiones y creíamos firmemente que nuestra forma de ser estaba determinada por una selección de genes de la cual no teníamos escapatoria.
Hoy sabemos, sin embargo, que los genes no lo deciden todo como creíamos, sino que son el entorno que nos rodea y las experiencias vividas las que determinarán y conformarán al ser humano resultante.
Por un lado, la epigenética nos habla de cómo son factores externos ambientales los que hacen que un gen se manifieste en un grado u otro. Por otro lado, la neurociencia nos explica cómo se desarrolla el cerebro desde abajo hacia arriba, desde áreas más primitivas y básicas que se ocupan del cuerpo a nivel físico, hacia áreas más sofisticadas que se ocupan de funciones mucho más complejas como las cognitivas. Es precisamente en estas áreas cerebrales más primitivas donde dejan huella las experiencias vividas más tempranamente. Huellas a la que no tenemos acceso desde la consciencia y por ello, no podemos manejar desde la razón o la lógica, permitiéndoles vía libre para que condicionen muchos de nuestros comportamientos a lo largo de la vida.
Con todo lo anterior, vemos que las primeras experiencias y el movimiento son piezas clave en el comienzo del desarrollo de una persona, y por lo tanto, de su personalidad.
Piaget nos habló de periodo sensoriomotor en el niño pequeño. Un periodo en el cual los sentidos están a pleno rendimiento absorbiendo toda la información a través del cuerpo y éste, respondiendo a esa información que le rodea gracias al movimiento.
Alguien dijo alguna vez que “un niño pequeño es un cuerpo moviéndose en el espacio”. Y esta es una gran verdad en lo que al desarrollo infantil se refiere.
El niño tiene la necesidad de moverse porque es el movimiento un factor vital para el desarrollo de su cerebro. Busca lo que necesita, lo hace de forma instintiva. La naturaleza lo ha programado así, para asegurar que se produzca un desarrollo adecuado.
Dice el refrán que “nadie aprende en cabeza ajena”. La experimentación de un hecho hace que éste se grabe en nuestra memoria de una manera mucho más sólida que si solamente lo hubiésemos visto, leído o hubiésemos oído hablar de ello. Y para “experimentar” algo, necesitamos del cuerpo.
Los niños pequeños tienen una gran necesidad de moverse y lo hacen casi constantemente en su afán por conocer el mundo, pero primero, por conocer su propio cuerpo, por dominarlo y usarlo a la perfección.
Sin embargo, debe puntualizarse que no se trata simplemente del movimiento por el movimiento. Cada etapa del desarrollo requiere de unos logros determinados y en el bebé y el niño muy pequeño, gran parte de estos logros tienen que ver con su cuerpo y con cómo lo utiliza. Lograr destrezas motrices en el momento adecuado será lo que dé lugar a la creación o fortalecimiento de estructuras y conexiones cerebrales que facilitarán después otras funciones y que llevarán al niño a un buen control de su cuerpo. El niño necesita moverse en las primeras etapas de su vida para llegar a controlar el movimiento más adelante. El “control” y el “saber parar” son la máxima expresión del dominio del movimiento corporal.
Cuando esto no se ha logrado plenamente, siempre se puede trabajar repasando de nuevo los movimientos y etapas motrices que no se lograron con éxito en su momento. De esta forma estaríamos permitiendo al cerebro tener una segunda oportunidad para su pleno desarrollo.
Es sabio permitir a los niños moverse. Permitir que experimenten con su cuerpo, que adquieran destreza y eficacia con el mismo pues cuanto más hábiles se sientan dentro de su cuerpo y utilizándolo en sus experiencias en la vida, más confiados se sentirán consigo mismos. Esto afectará directamente a su autoestima y a su personalidad. Y como decíamos, sentará las bases de destrezas que aparentemente nada tienen que ver con el movimiento y que serán muy necesarias en el aprendizaje escolar y en muchas situaciones de la vida.
Es por esto que decimos que el desarrollo físico precede e influye directamente en todo el desarrollo posterior, incluyendo el desarrollo emocional, social y cognitivo.
Rosina Uriarte
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